Todavía me alegraba de que Elisa me hubiera permitido
acompañarla al médico para el control del embarazo. Esa tarde teníamos una de
las últimas ecografías y no quería perdérmela. Hacía una semana había pedido la
tarde del miércoles en el trabajo para poder ir con ella.
Pero estaba algo nervioso, porque ni bien empezamos a
ver la imagen de la ecografía, me pidieron que saliera un minuto. Pero ya
habían pasado varios, y nadie me informaba qué estaba pasando. Me paraba,
miraba por la ventana y me volvía a sentar. El paisaje mostraba una tarde
dolorosamente gris, reflejando mi angustia.
Todavía recordaba con total nitidez el día en que
Elisa me dio la gran noticia. Por la mañana me había levantado feliz de haber
conseguido trabajo en la finca de los Rosales para cosechar algodón, pero al
llegar, nos avisaron que la cosecha se había perdido casi por completo debido a
la lluvia del fin de semana.
Fue muy duro para mí el regreso a casa luego de que
el Sr. Rosales hablara con todos los peones. No tenía dinero y hacía ya varias
semanas que mi familia estaba comiendo los productos de la propia cosecha. Pero
cuando regresé a casa, Elisa me esperaba con una gran sonrisa. Con una de esas
sonrisas radiantes que lograban que olvidara todas mis preocupaciones. Elisa me
contó ese mismo día que estaba embarazada. La noticia de que estaba esperando a
nuestro cuarto hijo me había hecho olvidar todas mis amarguras.
Siempre que recordaba los primeros meses de embarazo,
sólo lograba ver a Elisa así. Radiante de alegría. Con sus sólo treinta y seis
años trabajaba en la quinta, cuidaba de sus tres pequeños hijos y de su mamá,
que ya estaba entrada en años. Le encantaba ocuparse de todos los animales. Era
bichera por naturaleza. Y no existía un día en que no se confesara con sus
crisantemos y agapantos. Nada le quitaba su lúcida sonrisa y su hermosa
frescura. Parecía no tener preocupaciones y aunque de afuera pudiera parecer
que el sostén de la casa era yo, todos se equivocaban. Porque el único sostén
era Elisa. Sin ella, yo sólo me derrumbaría ante el primer problema. La
necesitaba. Sólo Dios sabía cuánto la amaba y la necesitaba.
Y por eso la cuidaba todo lo que me permitía, que no
era mucho. Nunca se enfermaba y si en algún momento se sentía mal o alguna
dolencia la aquejaba, trataba de que no me enterase.
Al fin, luego de más de una hora salió el médico y
habló conmigo. No puedo recordar en detalle lo que me dijo. Sólo recuerdo que
mi hijo, el hijo de Elisa, nuestro hijo, ya no nacería. Que hacía varias horas
que Elisa lo llevaba sin vida en su vientre y ahora debían intervenirla
inmediatamente para intentar salvarla a ella.
“Debe de haber un error.”- dije. Todos los capítulos
de mi vida empiezan con esa frase. “Nosotros vinimos a hacerle una ecografía a
nuestro hijo”.
No supe si me respondió. Las horas que siguieron me
transformé en una marioneta. Alguien movía los hilos que hacían que mis
extremidades se movieran. Pero por más que intentaron los médicos, no pudieron
salvarla.
Y me derrumbé.
La realidad no podía ser tan dura. No podía creer que
mereciera tanto dolor. Hacía tan sólo unas horas que habían llegado con Elisa para
hacerse una de las últimas ecografía y ahora ya no estaba. Su cuerpo estaba ahí
pero su alma no. Su cuerpo no se movía y no quería aceptar esa realidad que
amenazaba con aplastarme.
Entonces, los médicos me hablaban pero no escuchaba nada.
Todos los sonidos y voces me llegaban como a susurros, como un sonido de fondo
nada definido. Y yo estaba solo.
Nadie entendía qué había pasado. Y yo menos. Elisa
estaba bien. O eso había creído. Luego recordé que conociendo a Elisa, si
hubiera tenido algún problema con el embarazo, nunca me hubiera enterado.
Y mientras estaba en el hospital, sólo lograba llenar
mi mente de los últimos recuerdos de Elisa.
Elisa, feliz. Elisa preparando el mate. Elisa
preparándose para salir. Y ése era mi último recuerdo. Lo que siguió no lo
recordaba. Los recuerdos pasaban por mi mente como imágenes borrosas.
Recordaba que desde el hospital había pedido a una
enfermera que enviaran un telegrama a Buenos Aires para avisarle a su tan
querida hermana que Elisa estaba grave. Y ahora el cuerpo de Elisa yacía en la
cama del hospital pero su rostro ya no tenía su sonrisa. Y todo mi mundo se
había venido abajo.
Nunca creí que mi alma podía ser capaz de sentir
tanto dolor. Sabía que mis tres pequeños hijos me necesitaban, pero no lograba
encontrar la fuerza para cuidarlos. ¿Cómo sería capaz de seguir sin Elisa? En
ese momento, deseé que la muerte viniera a buscarme también a mí. No me sentía
capaz ni siquiera de caminar sin ayuda. Dolor, dolor y más dolor. Sólo eso
recordaba…
Y me despertaron.
“Don Roberto, ya es tarde. Vuelva a su casa.” No le
pregunté cómo sabía mi nombre. Siempre era la misma enfermera que cuando me
veía demasiado tiempo en la sala de espera siempre en la misma silla, me
despertaba de mi letargo.
Me paré y me fui. Sabiendo que al otro día volvería
al mismo asiento a esperar que Elisa saliera luego de hacerse una de las últimas
ecografías para decirme cómo estaba nuestro hijo.
Cuando salí volví a ver esa tarde dolorosamente gris.
Y no pude evitar pensar que algo extraño estaba pasando con el clima, porque
hacía meses que el tiempo no cambiaba.
es la historia de mis viejos!!!!!!!!!!!!cuanta verdad, no pude evitar el llanto,como duele la ausencia de mi madre a pesar de los años que tengo.Aun me viene a mi mente esos recuerdos en la ultima cena con mi madre,y el dia de su partida. A pesar de los años como duele su ausencia.
ResponderEliminarSí... la ausencia de una madre es uno de los mayores dolores que te puede dar la vida...
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