miércoles, 29 de agosto de 2018

"Elisa"


Y ahí estaba yo. En la sala de espera.
Todavía me alegraba de que Elisa me hubiera permitido acompañarla al médico para el control del embarazo. Esa tarde teníamos una de las últimas ecografías y no quería perdérmela. Hacía una semana había pedido la tarde del miércoles en el trabajo para poder ir con ella.
Pero estaba algo nervioso, porque ni bien empezamos a ver la imagen de la ecografía, me pidieron que saliera un minuto. Pero ya habían pasado varios, y nadie me informaba qué estaba pasando. Me paraba, miraba por la ventana y me volvía a sentar. El paisaje mostraba una tarde dolorosamente gris, reflejando mi angustia.
Todavía recordaba con total nitidez el día en que Elisa me dio la gran noticia. Por la mañana me había levantado feliz de haber conseguido trabajo en la finca de los Rosales para cosechar algodón, pero al llegar, nos avisaron que la cosecha se había perdido casi por completo debido a la lluvia del fin de semana.
Fue muy duro para mí el regreso a casa luego de que el Sr. Rosales hablara con todos los peones. No tenía dinero y hacía ya varias semanas que mi familia estaba comiendo los productos de la propia cosecha. Pero cuando regresé a casa, Elisa me esperaba con una gran sonrisa. Con una de esas sonrisas radiantes que lograban que olvidara todas mis preocupaciones. Elisa me contó ese mismo día que estaba embarazada. La noticia de que estaba esperando a nuestro cuarto hijo me había hecho olvidar todas mis amarguras.
Siempre que recordaba los primeros meses de embarazo, sólo lograba ver a Elisa así. Radiante de alegría. Con sus sólo treinta y seis años trabajaba en la quinta, cuidaba de sus tres pequeños hijos y de su mamá, que ya estaba entrada en años. Le encantaba ocuparse de todos los animales. Era bichera por naturaleza. Y no existía un día en que no se confesara con sus crisantemos y agapantos. Nada le quitaba su lúcida sonrisa y su hermosa frescura. Parecía no tener preocupaciones y aunque de afuera pudiera parecer que el sostén de la casa era yo, todos se equivocaban. Porque el único sostén era Elisa. Sin ella, yo sólo me derrumbaría ante el primer problema. La necesitaba. Sólo Dios sabía cuánto la amaba y la necesitaba.
Y por eso la cuidaba todo lo que me permitía, que no era mucho. Nunca se enfermaba y si en algún momento se sentía mal o alguna dolencia la aquejaba, trataba de que no me enterase.
Al fin, luego de más de una hora salió el médico y habló conmigo. No puedo recordar en detalle lo que me dijo. Sólo recuerdo que mi hijo, el hijo de Elisa, nuestro hijo, ya no nacería. Que hacía varias horas que Elisa lo llevaba sin vida en su vientre y ahora debían intervenirla inmediatamente para intentar salvarla a ella.
“Debe de haber un error.”- dije. Todos los capítulos de mi vida empiezan con esa frase. “Nosotros vinimos a hacerle una ecografía a nuestro hijo”.
No supe si me respondió. Las horas que siguieron me transformé en una marioneta. Alguien movía los hilos que hacían que mis extremidades se movieran. Pero por más que intentaron los médicos, no pudieron salvarla.

  
Y me derrumbé.
La realidad no podía ser tan dura. No podía creer que mereciera tanto dolor. Hacía tan sólo unas horas que habían llegado con Elisa para hacerse una de las últimas ecografía y ahora ya no estaba. Su cuerpo estaba ahí pero su alma no. Su cuerpo no se movía y no quería aceptar esa realidad que amenazaba con aplastarme.
Entonces, los médicos me hablaban pero no escuchaba nada. Todos los sonidos y voces me llegaban como a susurros, como un sonido de fondo nada definido. Y yo estaba solo.
Nadie entendía qué había pasado. Y yo menos. Elisa estaba bien. O eso había creído. Luego recordé que conociendo a Elisa, si hubiera tenido algún problema con el embarazo, nunca me hubiera enterado.
Y mientras estaba en el hospital, sólo lograba llenar mi mente de los últimos recuerdos de Elisa.
Elisa, feliz. Elisa preparando el mate. Elisa preparándose para salir. Y ése era mi último recuerdo. Lo que siguió no lo recordaba. Los recuerdos pasaban por mi mente como imágenes borrosas.
Recordaba que desde el hospital había pedido a una enfermera que enviaran un telegrama a Buenos Aires para avisarle a su tan querida hermana que Elisa estaba grave. Y ahora el cuerpo de Elisa yacía en la cama del hospital pero su rostro ya no tenía su sonrisa. Y todo mi mundo se había venido abajo.
Nunca creí que mi alma podía ser capaz de sentir tanto dolor. Sabía que mis tres pequeños hijos me necesitaban, pero no lograba encontrar la fuerza para cuidarlos. ¿Cómo sería capaz de seguir sin Elisa? En ese momento, deseé que la muerte viniera a buscarme también a mí. No me sentía capaz ni siquiera de caminar sin ayuda. Dolor, dolor y más dolor. Sólo eso recordaba…

Y me despertaron.
“Don Roberto, ya es tarde. Vuelva a su casa.” No le pregunté cómo sabía mi nombre. Siempre era la misma enfermera que cuando me veía demasiado tiempo en la sala de espera siempre en la misma silla, me despertaba de mi letargo.
Me paré y me fui. Sabiendo que al otro día volvería al mismo asiento a esperar que Elisa saliera luego de hacerse una de las últimas ecografías para decirme cómo estaba nuestro hijo.
Cuando salí volví a ver esa tarde dolorosamente gris. Y no pude evitar pensar que algo extraño estaba pasando con el clima, porque hacía meses que el tiempo no cambiaba.



2 comentarios:

  1. es la historia de mis viejos!!!!!!!!!!!!cuanta verdad, no pude evitar el llanto,como duele la ausencia de mi madre a pesar de los años que tengo.Aun me viene a mi mente esos recuerdos en la ultima cena con mi madre,y el dia de su partida. A pesar de los años como duele su ausencia.

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    1. Sí... la ausencia de una madre es uno de los mayores dolores que te puede dar la vida...

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