sábado, 1 de septiembre de 2018

"El Regalo de mi Madre"



Justo cuando había terminado mis quehaceres del día, miré el reloj. Y mi corazón dio un vuelco. Sin pensarlo, me levanté de la silla y sin preocuparme por nada más, salí al jardín. Ni siquiera cerré la puerta con llave. Eso me levaría tiempo y nunca me perdonaría llegar tarde. Empecé a correr a toda prisa sintiendo el pasto húmedo en mis pies. Del apuro, no me puse ningún calzado y ahora podía sentir toda la humedad que dejó el rocío en la noche.
No podía detenerme a pensar ni un minuto, o no llegaría. Y eso no podía pasarme. No hoy.
Salté el pequeño portón de mi casa y comencé a correr tan rápido como me fue posible. La noche estaba tranquila, estrellada y no mostraba signos de apuro. Si no hubiera estado tan preocupada por llegar a tiempo me hubiera quedado contemplando ese hermoso cielo estrellado.
Cada paso que daba me acercaba más a mi destino pero yo sentía que la distancia era aún mayor. Intenté acortar el camino cruzando por la casa de mi tía rogando que no me viera por la ventana. No sé qué pensaría si me viera en camisón, descalza corriendo a toda prisa a través de su jardín. Además de que no necesitaba justo en ese momento tener motivos para dar ninguna explicación a nadie.
Continué mi carrera a toda prisa sin mirar atrás y comenzó a dolerme el costado izquierdo por el esfuerzo. Pero no me detuve. Anduve por el prado lleno de violetas que, cuando era niña, recogíamos con mi madre para armar ramos y regalarlos en primavera.
El viento frío me azotaba la cara y me estaba costando trabajo respirar. Pero ya faltaba poco. Sólo debía resistir un poco más.
Cuando al fin llegué, me detuve un instante. Tan sólo para que mis ojos volvieran a apreciar la majestuosa casa de mi madre. Esa casa que ella cuidó hasta en el más mínimo detalle con tanto cariño. Y como era lógico me recibió un embriagador perfume a rosas mezclado con olor a salitre debido a la cercanía del mar. Esas rosas de diversos colores que en varias ocasiones la ayudé a plantar. Sólo una magia especial podía mantenerlas así, intactas, a pesar de que ya no disfrutaran de los cuidados de mi madre.
De pronto volví a recordar que no me quedaba mucho tiempo. Miré mi reloj de pulsera y con temor vi que tan sólo me quedaban tres minutos. Abrí la reja del jardín con tanto apuro que me hice daño y atravesé el jardín a toda velocidad.
Abrí la puerta de entrada corrí por el living y el comedor llevándome por delante una pequeña mesa ratona, que en cuanto terminara, la cambiaría de lugar. Salí rengueando por la puerta de atrás y corrí hasta el rosal más grande del jardín, el que estaba justo en el extremo izquierdo, el más cercano al acantilado. Desde ahí se podía ver el mar con toda su majestuosidad. Me tendí en el suelo boca arriba. Encima de mi cabeza estaba el pimpollo más grande de todo el rosal. Y esperé.
Faltaban dos minutos. Cerré mis ojos y escuché con deleite como las olas rompían en el acantilado.
Un minuto. Una ola bastante grande rompió contra las rocas y me salpicó apenas la cara. Disfruté mucho esa caricia.
Cincuenta segundos. Una brisa despeinó mi cabello y me trajo los aromas de las flores entremezclados.
Treinta segundos. Mi respiración comenzó a calmarse y ya no sentía puntadas en el costado izquierdo.
Veinte segundos. Es extraño cómo transcurre el tiempo. Rápido cuando uno espera que se detenga y terriblemente lento cuando uno espera que llegue.
Cinco segundos. Ya no faltaba nada. Lo había logrado. Había llegado a tiempo.
Un segundo. Abrí los ojos.
Y justo cuando en mi muñeca, el reloj daba las doce. El pimpollo que estaba justo encima de mi cabeza se abrió por completo. Y me mostró la más hermosa rosa amarilla que jamás había visto. En ese momento recordé las palabras de mi madre: “Hija, cuando yo ya no esté contigo, ven a este rosal que hoy estamos plantando juntas todos los 21 de septiembre justo a la medianoche y sabrás que siempre estaré contigo”.
Y con lágrimas en los ojos, sólo pude decir: “Gracias, mamá”.
Gravado quedará por siempre ese momento en mi memoria.

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