Todos mis días comenzaban de la misma manera.
Me levantaba temprano, me vestía con mi uniforme azul y caminaba las
quince cuadras que tenía hasta la estación de Retiro. Allí empezaba mi jornada
diaria, donde el tren Mitre comenzaba su recorrido.
Intentar llegar al tren sin chocar con la multitud de gente era para mí
una odisea habitual. Por eso fue mucha mi sorpresa cuando ése 21 de Julio entré
a la formación sin provocar miradas furiosas por choques inesperados con
personas desconocidas.
A veces, créanlo o no, agradecía esas miradas furiosas. Era un momento
de mi día laboral en el que algunas personas solían fijarse en mí. Porque en
cuanto se cerraban las puertas del Mitre, yo pasaba a ser automáticamente
invisible.
Todos los días veía niños, parejas, hombres y mujeres, ancianos a los
que les costaba caminar, grupos de adolescentes que subían y bajaban en grupo,
y vendedores, miles de vendedores.
Pero aunque les parezca absurdo, yo no llamaba la atención de ninguno
de ellos.
Durante quince años, las personas habían pasado por mi lado sin decirme
buenos días, buenas tardes, buenas noches o un sencillo “Hola”.
Al decir verdad, nadie si siquiera notaba mi presencia. Los pasajeros
sacaban los pasajes en la estación o en el andén en esas maquinitas que durante
los últimos años habían reemplazado de un modo muy eficiente a los empleados.
Por lo que mi tarea, tan sólo se limitaba a ver en cada parada que toda
la gente subiera y bajara del tren con seguridad, hacer sonar el silbato para
avisar que ya no se podía ascender o descender del tren y autorizar el cerrado
de las puertas.
Los primeros años me había gustado mi trabajo. Consideraba que la paga
era bastante buena para tan pocas responsabilidades. Pero con el tiempo comenzó
a afectarme demasiado el ser ignorado. Nadie me hablaba, me saludaba o me
miraba. Y empecé a sentir casi como una tortura el estar ocho horas rodeado de
gente pero completamente solo.
A veces, para minimizar mi angustia, me ponía a observar a la gente. A
ver sus detalles, a memorizar sus gestos y a imaginar en qué pensaban.
Comencé a hacer esto tan seguido que por momentos olvidaba dónde
estaba. Cada día la gente me parecía más interesante, y comencé a ponerles
nombres, a imaginar sus historias, lo que les gustaba, lo que odiaban o lo que
más temían en la vida.
Luego de un tiempo de hacer esto, comenzó a gustarme nuevamente mi
trabajo. Tanto que hasta a veces llegaba media hora antes y me iba media hora
después…
Hasta que llegó Él. Francisco.
Lo había visto por primera vez hacía una semana. Ése día había subido
al tren acompañado de su mamá. Y enseguida, tuve un nombre para él.
Tal fue el impacto que había causado en mí el niño que nunca le puse un
nombre a su mamá. Ella era simplemente la mamá de Francisco.
A simple vista, el niño era absolutamente normal. Tenía aproximadamente
unos diez años, usaba el uniforme del colegio en tonos grises y una mochilita
de color azul. Pero desde el primer momento que subió al tren, Él se fijó en
mí.
Por eso fue tan claro para mí su rostro… sus ojos… Por eso fue al único
al cual le presté atención toda esa semana y sobre todo ese 21 de Julio, porque
me miraba con su cándida mirada. Por momentos era dulce y por momentos, muy
extraña.
Imagínense mi emoción cuando al llegar a la estación de Belgrano C,
donde bajaba siempre el niño y su mamá, él se acercó a mí. Todo hacía parecer,
que yo también había causado un impacto en él.
Me miró lleno de ternura y sacó de su mochila un recorte de diario. Yo
extendí la mano porque pensé que me la iba a entregar. Pero no lo hizo. Se
acercó al asiento vacío que se encontraba justo al lado de las puertas del tren
y dejó el recorte allí. Luego se bajó del tren.
Me quedé tan extrañado con su actitud que tardé en ir a ver de qué trataba
el recorte. Cuando al fin me acerqué, comprendí muchas cosas. El recorte con
fecha del 20 de Julio tenía el siguiente titular:
“Descarrilamiento del Mitre: Mueren 50 personas trágicamente.”
Comencé a mirar a mi alrededor. Y me decidí a acercarme a una señora
que estaba con el marido. Me paré en frente y le hablé. Pero ella no mostró
señales de verme. Le hice señas con mi mano en frente de su cara. Pero ella
seguía como si nadie la estuviera molestando. En ése momento me di cuenta, que
el Mitre se había llevado con él mi propia vida.
Ése día en el tren para mí fue eterno. Sabiendo que podía gritar en la
formación y nadie se fijaría en mí nunca más…