jueves, 30 de agosto de 2018

"El Guarda"


Todos mis días comenzaban de la misma manera.
Me levantaba temprano, me vestía con mi uniforme azul y caminaba las quince cuadras que tenía hasta la estación de Retiro. Allí empezaba mi jornada diaria, donde el tren Mitre comenzaba su recorrido.
Intentar llegar al tren sin chocar con la multitud de gente era para mí una odisea habitual. Por eso fue mucha mi sorpresa cuando ése 21 de Julio entré a la formación sin provocar miradas furiosas por choques inesperados con personas desconocidas.
A veces, créanlo o no, agradecía esas miradas furiosas. Era un momento de mi día laboral en el que algunas personas solían fijarse en mí. Porque en cuanto se cerraban las puertas del Mitre, yo pasaba a ser automáticamente invisible.
Todos los días veía niños, parejas, hombres y mujeres, ancianos a los que les costaba caminar, grupos de adolescentes que subían y bajaban en grupo, y vendedores, miles de vendedores.
Pero aunque les parezca absurdo, yo no llamaba la atención de ninguno de ellos.
Durante quince años, las personas habían pasado por mi lado sin decirme buenos días, buenas tardes, buenas noches o un sencillo “Hola”.
Al decir verdad, nadie si siquiera notaba mi presencia. Los pasajeros sacaban los pasajes en la estación o en el andén en esas maquinitas que durante los últimos años habían reemplazado de un modo muy eficiente a los empleados.
Por lo que mi tarea, tan sólo se limitaba a ver en cada parada que toda la gente subiera y bajara del tren con seguridad, hacer sonar el silbato para avisar que ya no se podía ascender o descender del tren y autorizar el cerrado de las puertas.
Los primeros años me había gustado mi trabajo. Consideraba que la paga era bastante buena para tan pocas responsabilidades. Pero con el tiempo comenzó a afectarme demasiado el ser ignorado. Nadie me hablaba, me saludaba o me miraba. Y empecé a sentir casi como una tortura el estar ocho horas rodeado de gente pero completamente solo.
A veces, para minimizar mi angustia, me ponía a observar a la gente. A ver sus detalles, a memorizar sus gestos y a imaginar en qué pensaban.
Comencé a hacer esto tan seguido que por momentos olvidaba dónde estaba. Cada día la gente me parecía más interesante, y comencé a ponerles nombres, a imaginar sus historias, lo que les gustaba, lo que odiaban o lo que más temían en la vida.
Luego de un tiempo de hacer esto, comenzó a gustarme nuevamente mi trabajo. Tanto que hasta a veces llegaba media hora antes y me iba media hora después…

Hasta que llegó Él. Francisco.
Lo había visto por primera vez hacía una semana. Ése día había subido al tren acompañado de su mamá. Y enseguida, tuve un nombre para él.
Tal fue el impacto que había causado en mí el niño que nunca le puse un nombre a su mamá. Ella era simplemente la mamá de Francisco.
A simple vista, el niño era absolutamente normal. Tenía aproximadamente unos diez años, usaba el uniforme del colegio en tonos grises y una mochilita de color azul. Pero desde el primer momento que subió al tren, Él se fijó en mí.
Por eso fue tan claro para mí su rostro… sus ojos… Por eso fue al único al cual le presté atención toda esa semana y sobre todo ese 21 de Julio, porque me miraba con su cándida mirada. Por momentos era dulce y por momentos, muy extraña.
Imagínense mi emoción cuando al llegar a la estación de Belgrano C, donde bajaba siempre el niño y su mamá, él se acercó a mí. Todo hacía parecer, que yo también había causado un impacto en él.
Me miró lleno de ternura y sacó de su mochila un recorte de diario. Yo extendí la mano porque pensé que me la iba a entregar. Pero no lo hizo. Se acercó al asiento vacío que se encontraba justo al lado de las puertas del tren y dejó el recorte allí. Luego se bajó del tren.
Me quedé tan extrañado con su actitud que tardé en ir a ver de qué trataba el recorte. Cuando al fin me acerqué, comprendí muchas cosas. El recorte con fecha del 20 de Julio tenía el siguiente titular:
            “Descarrilamiento del Mitre: Mueren 50 personas trágicamente.”

Comencé a mirar a mi alrededor. Y me decidí a acercarme a una señora que estaba con el marido. Me paré en frente y le hablé. Pero ella no mostró señales de verme. Le hice señas con mi mano en frente de su cara. Pero ella seguía como si nadie la estuviera molestando. En ése momento me di cuenta, que el Mitre se había llevado con él mi propia vida.
Ése día en el tren para mí fue eterno. Sabiendo que podía gritar en la formación y nadie se fijaría en mí nunca más…



miércoles, 29 de agosto de 2018

"Elisa"


Y ahí estaba yo. En la sala de espera.
Todavía me alegraba de que Elisa me hubiera permitido acompañarla al médico para el control del embarazo. Esa tarde teníamos una de las últimas ecografías y no quería perdérmela. Hacía una semana había pedido la tarde del miércoles en el trabajo para poder ir con ella.
Pero estaba algo nervioso, porque ni bien empezamos a ver la imagen de la ecografía, me pidieron que saliera un minuto. Pero ya habían pasado varios, y nadie me informaba qué estaba pasando. Me paraba, miraba por la ventana y me volvía a sentar. El paisaje mostraba una tarde dolorosamente gris, reflejando mi angustia.
Todavía recordaba con total nitidez el día en que Elisa me dio la gran noticia. Por la mañana me había levantado feliz de haber conseguido trabajo en la finca de los Rosales para cosechar algodón, pero al llegar, nos avisaron que la cosecha se había perdido casi por completo debido a la lluvia del fin de semana.
Fue muy duro para mí el regreso a casa luego de que el Sr. Rosales hablara con todos los peones. No tenía dinero y hacía ya varias semanas que mi familia estaba comiendo los productos de la propia cosecha. Pero cuando regresé a casa, Elisa me esperaba con una gran sonrisa. Con una de esas sonrisas radiantes que lograban que olvidara todas mis preocupaciones. Elisa me contó ese mismo día que estaba embarazada. La noticia de que estaba esperando a nuestro cuarto hijo me había hecho olvidar todas mis amarguras.
Siempre que recordaba los primeros meses de embarazo, sólo lograba ver a Elisa así. Radiante de alegría. Con sus sólo treinta y seis años trabajaba en la quinta, cuidaba de sus tres pequeños hijos y de su mamá, que ya estaba entrada en años. Le encantaba ocuparse de todos los animales. Era bichera por naturaleza. Y no existía un día en que no se confesara con sus crisantemos y agapantos. Nada le quitaba su lúcida sonrisa y su hermosa frescura. Parecía no tener preocupaciones y aunque de afuera pudiera parecer que el sostén de la casa era yo, todos se equivocaban. Porque el único sostén era Elisa. Sin ella, yo sólo me derrumbaría ante el primer problema. La necesitaba. Sólo Dios sabía cuánto la amaba y la necesitaba.
Y por eso la cuidaba todo lo que me permitía, que no era mucho. Nunca se enfermaba y si en algún momento se sentía mal o alguna dolencia la aquejaba, trataba de que no me enterase.
Al fin, luego de más de una hora salió el médico y habló conmigo. No puedo recordar en detalle lo que me dijo. Sólo recuerdo que mi hijo, el hijo de Elisa, nuestro hijo, ya no nacería. Que hacía varias horas que Elisa lo llevaba sin vida en su vientre y ahora debían intervenirla inmediatamente para intentar salvarla a ella.
“Debe de haber un error.”- dije. Todos los capítulos de mi vida empiezan con esa frase. “Nosotros vinimos a hacerle una ecografía a nuestro hijo”.
No supe si me respondió. Las horas que siguieron me transformé en una marioneta. Alguien movía los hilos que hacían que mis extremidades se movieran. Pero por más que intentaron los médicos, no pudieron salvarla.

  
Y me derrumbé.
La realidad no podía ser tan dura. No podía creer que mereciera tanto dolor. Hacía tan sólo unas horas que habían llegado con Elisa para hacerse una de las últimas ecografía y ahora ya no estaba. Su cuerpo estaba ahí pero su alma no. Su cuerpo no se movía y no quería aceptar esa realidad que amenazaba con aplastarme.
Entonces, los médicos me hablaban pero no escuchaba nada. Todos los sonidos y voces me llegaban como a susurros, como un sonido de fondo nada definido. Y yo estaba solo.
Nadie entendía qué había pasado. Y yo menos. Elisa estaba bien. O eso había creído. Luego recordé que conociendo a Elisa, si hubiera tenido algún problema con el embarazo, nunca me hubiera enterado.
Y mientras estaba en el hospital, sólo lograba llenar mi mente de los últimos recuerdos de Elisa.
Elisa, feliz. Elisa preparando el mate. Elisa preparándose para salir. Y ése era mi último recuerdo. Lo que siguió no lo recordaba. Los recuerdos pasaban por mi mente como imágenes borrosas.
Recordaba que desde el hospital había pedido a una enfermera que enviaran un telegrama a Buenos Aires para avisarle a su tan querida hermana que Elisa estaba grave. Y ahora el cuerpo de Elisa yacía en la cama del hospital pero su rostro ya no tenía su sonrisa. Y todo mi mundo se había venido abajo.
Nunca creí que mi alma podía ser capaz de sentir tanto dolor. Sabía que mis tres pequeños hijos me necesitaban, pero no lograba encontrar la fuerza para cuidarlos. ¿Cómo sería capaz de seguir sin Elisa? En ese momento, deseé que la muerte viniera a buscarme también a mí. No me sentía capaz ni siquiera de caminar sin ayuda. Dolor, dolor y más dolor. Sólo eso recordaba…

Y me despertaron.
“Don Roberto, ya es tarde. Vuelva a su casa.” No le pregunté cómo sabía mi nombre. Siempre era la misma enfermera que cuando me veía demasiado tiempo en la sala de espera siempre en la misma silla, me despertaba de mi letargo.
Me paré y me fui. Sabiendo que al otro día volvería al mismo asiento a esperar que Elisa saliera luego de hacerse una de las últimas ecografías para decirme cómo estaba nuestro hijo.
Cuando salí volví a ver esa tarde dolorosamente gris. Y no pude evitar pensar que algo extraño estaba pasando con el clima, porque hacía meses que el tiempo no cambiaba.



"Pausa"

Y se terminó la carrera. 

Después de siempre pensarlo y nunca llevarlo a cabo, decidí al fin, hacer mi pausa. Hasta el día de hoy vivía en una carrera constante, sin detenerme, en continuo movimiento. Hasta hoy.

Porque hoy me detengo en este café olvidado en el rinconcito de una ciudad que no aparece en la mayoría de los mapas. Y me detengo a escribir. Simplemente a eso.

Quiero volver a vivir estos años que ya transcurrieron para mí. Quiero buscar esos detalles que pasé por alto. Quiero intentar recordar esas personas especiales para no volver a olvidarlas.
Y sobre todo, quiero recordar quién fui y quién quise ser.

Al fin hoy, me tomo esa pausa.