Justo cuando había terminado mis quehaceres del día, miré el reloj. Y mi corazón dio un vuelco. Sin pensarlo, me levanté de la silla y sin preocuparme por nada más, salí al jardín. Ni siquiera cerré la puerta con llave. Eso me levaría tiempo y nunca me perdonaría llegar tarde. Empecé a correr
a toda prisa sintiendo el pasto húmedo en mis pies. Del apuro, no me puse
ningún calzado y ahora podía sentir toda la humedad que dejó el rocío en la
noche.
No podía
detenerme a pensar ni un minuto, o no llegaría. Y eso no podía pasarme. No hoy.
Salté el pequeño
portón de mi casa y comencé a correr tan rápido como me fue posible. La noche
estaba tranquila, estrellada y no mostraba signos de apuro. Si no hubiera
estado tan preocupada por llegar a tiempo me hubiera quedado contemplando ese
hermoso cielo estrellado.
Cada paso que
daba me acercaba más a mi destino pero yo sentía que la distancia era aún mayor.
Intenté acortar el camino cruzando por la casa de mi tía rogando que no me
viera por la ventana. No sé qué pensaría si me viera en camisón, descalza
corriendo a toda prisa a través de su jardín. Además de que no necesitaba justo
en ese momento tener motivos para dar ninguna explicación a nadie.
Continué mi
carrera a toda prisa sin mirar atrás y comenzó a dolerme el costado izquierdo
por el esfuerzo. Pero no me detuve. Anduve por el prado lleno de violetas que,
cuando era niña, recogíamos con mi madre para armar ramos y regalarlos en
primavera.
El viento frío
me azotaba la cara y me estaba costando trabajo respirar. Pero ya faltaba poco.
Sólo debía resistir un poco más.
Cuando al fin
llegué, me detuve un instante. Tan sólo para que mis ojos volvieran a apreciar
la majestuosa casa de mi madre. Esa casa que ella cuidó hasta en el más mínimo
detalle con tanto cariño. Y como era lógico me recibió un embriagador perfume a
rosas mezclado con olor a salitre debido a la cercanía del mar. Esas rosas de
diversos colores que en varias ocasiones la ayudé a plantar. Sólo una magia
especial podía mantenerlas así, intactas, a pesar de que ya no disfrutaran de
los cuidados de mi madre.
De pronto volví
a recordar que no me quedaba mucho tiempo. Miré mi reloj de pulsera y con temor
vi que tan sólo me quedaban tres minutos. Abrí la reja del jardín con tanto
apuro que me hice daño y atravesé el jardín a toda velocidad.
Abrí la puerta
de entrada corrí por el living y el comedor llevándome por delante una pequeña
mesa ratona, que en cuanto terminara, la cambiaría de lugar. Salí rengueando
por la puerta de atrás y corrí hasta el rosal más grande del jardín, el que
estaba justo en el extremo izquierdo, el más cercano al acantilado. Desde ahí
se podía ver el mar con toda su majestuosidad. Me tendí en el suelo boca
arriba. Encima de mi cabeza estaba el pimpollo más grande de todo el rosal. Y
esperé.
Faltaban dos
minutos. Cerré mis ojos y escuché con deleite como las olas rompían en el
acantilado.
Un minuto. Una
ola bastante grande rompió contra las rocas y me salpicó apenas la cara.
Disfruté mucho esa caricia.
Cincuenta segundos.
Una brisa despeinó mi cabello y me trajo los aromas de las flores
entremezclados.
Treinta
segundos. Mi respiración comenzó a calmarse y ya no sentía puntadas en el
costado izquierdo.
Veinte segundos.
Es extraño cómo transcurre el tiempo. Rápido cuando uno espera que se detenga y
terriblemente lento cuando uno espera que llegue.
Cinco segundos.
Ya no faltaba nada. Lo había logrado. Había llegado a tiempo.
Un segundo. Abrí
los ojos.
Y justo cuando
en mi muñeca, el reloj daba las doce. El pimpollo que estaba justo encima de mi
cabeza se abrió por completo. Y me mostró la más hermosa rosa amarilla que
jamás había visto. En ese momento recordé las palabras de mi madre: “Hija,
cuando yo ya no esté contigo, ven a este rosal que hoy estamos plantando juntas
todos los 21 de septiembre justo a la medianoche y sabrás que siempre estaré
contigo”.
Y con lágrimas
en los ojos, sólo pude decir: “Gracias, mamá”.
Gravado quedará
por siempre ese momento en mi memoria.