domingo, 30 de septiembre de 2018

"31"

Mañana es mi cumpleaños... Sí, cumplo 31 años que me parecen 15. 

Algunos me dicen que no maduro más, otros me ven como alguien que ya maduró demasiado. 

Para algunos soy una niña, para otros una señora. Para mí... soy una persona que se encuentra constantemente en busca de la felicidad.

Siento y la percibo de a ratos. De a pequeños ratos. Pero a veces tengo tantos sueños, tantos proyectos, tantas cosas por hacer en mi mente que siento que nunca podré alcanzar esa felicidad plena. 

Siento que vivo en un sueño eterno. Que vivo de pendientes que jamás llevo a cabo. Que vivo de las veces que no dije te quiero, o de las veces que no di ése abrazo que moría de ganas de dar. 

Siento que vivo de la irrealidad, de esa vida soñada que nunca alcanzo a tener y de esos sueños que en mi mente son fantásticos. 

Vivo de todo, menos de lo que me rodea. Vivo de amores que no tuve, de sueños que no cumplí, de abrazos que nunca fueron, de besos... sí de besos que aún espero...


domingo, 16 de septiembre de 2018

Un poco de Jorge Curinao... que lo disfruten...


"La luz envejece en la habitación. Y yo, pidiendo una frase, una sola frase que me sirva de escudo ante tanta fiebre. Eso necesito para no confundirme: un canto distinto al mío. Una plegaria que me dé algo de respiro. Una invocación donde las palabras suenen como cuchillos en el aire. No obstante, eso no sucede. Suceden las mañanas de hombres sin rostros. Los signos del sueño. La luz apagada."
Poema del libro "Otros animales" de Jorge Curinao

Mientras te escribo estas líneas, pienso que tu literatura - es decir - tu forma de vivir, viene de la tradición de los que escriben para conjurar la tristeza, para que el llanto pese menos. Para que el silencio duela menos.

En más de una oportunidad, nos hemos ido por las ramas hasta poder encontrar a los duendes, a los grillos que nadie ve. Nos entusiasmábamos tanto que era imposible no volver a la vida sin una sonrisa en los ojos. Teníamos el cielo y el infierno pegados en la cara.

Ahora, el sol de octubre (no el viento, la herida) abraza al que fuiste, al que sos, te invita a viajar y en tu viaje, todos somos un poquito menos cruel. Un poquito más humanos.

Te abrazo, desde todas mis muertes, y te espero siempre, para seguir charlando de fiuras, de traucos, de perros que cruzan los puentes a las 3 de la mañana.

Algún día, de tanto insistir, saldrán peces de colores.

Entrada del blog "La Chispa Adecuada" de Jorge Curinao


Buenos Aires, martes 6 de mayo de 2008. Montevideo 980, departamento C del séptimo piso, barrio de Recoleta. Voy camino al silencio, al lugar donde vivió mi amada Alejandra Pizarnik sus últimos 3 años. Tan lejos, tan cerca. Tantos años pensando en ella. Tantos días oscuros. No hay placa, ni recordatorio. Mejor así - pienso. De aquí se fue la madrugada del 25 de septiembre de 1972. Aquí escribió. Aquí trabajó. En su Olivetti, en su mesa verde, en su pizarra. Aquí sus discos y sus libros. Aquí sus muñecas. Hablo con personas que dicen haberla conocido. Desconfío. ¿Habrá existido alguna vez? Busco. Pregunto. En el bar El Cisne no creen la historia que les cuento. Los mozos se ríen. Nadie la conoce. Hablo con el dueño y me invita a ir el fin de semana. Se juntan poetas – me dice. No me interesa.

Quiero entrar, pero me da miedo. La contemplo desde abajo. No lo puedo creer. Tomo una y otra foto. Voy y vuelvo. Sigo mi recorrido. Voy hasta el local de la Sociedad Argentina de Escritores, en Uruguay 1371. Lugar donde sus amigos despidieron sus restos. Al entrar me recibe una señora. Le digo que vengo del Sur, de Río Gallegos. Le pido entrar un rato. Me dice que pase. Me lleva al segundo piso. El lugar es diminuto. Respiro hondo. Quiero llorar. Al bajar, la misma mujer me habla de Alejandra. Me tiemblan las piernas. Le dejo un libro de regalo y salgo a la calle. Yo no sé de pájaros.

lunes, 3 de septiembre de 2018

"Espejo"

Y el tiempo se detuvo mientras me miraba al espejo. Mientras un reflejo que no reconocía como mío me devolvía la mirada. Tenía el cabello oscuro y largo con algunas ondas en las puntas. Nunca pensé que se vería bien mi pelo así peinado apenas con los dedos.
Tenía un camisón que mi hermana me había prestado que usó en su último embarazo y eso hacía que no me sintiera yo. Ese camisón tenía el perfume de mi hermana, no el mío. Para ese momento debí haberme comprado mi propio camisón.

Moví las cejas, los ojos, la boca, y esos gestos me parecieron tan extraños, tan raros. No lograba acostumbrarme.

Me miré los pies descalzos, y en ese preciso momento sentí el suelo frío debajo de ellos como si el hecho de mirarlos les hubiera devuelto la sensibilidad.

Moví los dedos de los pies y no pude contener la risa. Eso sí que era gracioso.

Volví a mirar mi rostro, pero esta vez me ayudé con las manos. Mientras miraba mis ojos con los dedos dibujaba sus órbitas. Luego seguí por mi nariz y más tarde por mi boca. Sí, definitivamente eso ayudaba.

Lo más extraño fue ver mis mejillas, tan coloradas. Llevé ambas manos a mis cachetes y supuse que el color se debía al calor que despedían, estaban ardiendo.

Pensaba seguir en mi recorrido, cuando sentí la voz de mi hermana: "¿Y? ¿Cómo te sentís?"

"Bien... o eso creo..." (Respondí)

Sabía que la palabra bien no describía para nada ese momento pero fue lo único que pude responder.

La respuesta simplemente fue para que mi hermana me dejara seguir viendo mi reflejo en el espejo.

Acababa de descubrir la forma de entender todo aquello: usar mis manos mientras miraba mi reflejo para poder reconocerme. Mis manos podrían describirle a mis ojos todo aquello que me pareciera extraño ahora que al fin lograba ver...

sábado, 1 de septiembre de 2018

"El Regalo de mi Madre"



Justo cuando había terminado mis quehaceres del día, miré el reloj. Y mi corazón dio un vuelco. Sin pensarlo, me levanté de la silla y sin preocuparme por nada más, salí al jardín. Ni siquiera cerré la puerta con llave. Eso me levaría tiempo y nunca me perdonaría llegar tarde. Empecé a correr a toda prisa sintiendo el pasto húmedo en mis pies. Del apuro, no me puse ningún calzado y ahora podía sentir toda la humedad que dejó el rocío en la noche.
No podía detenerme a pensar ni un minuto, o no llegaría. Y eso no podía pasarme. No hoy.
Salté el pequeño portón de mi casa y comencé a correr tan rápido como me fue posible. La noche estaba tranquila, estrellada y no mostraba signos de apuro. Si no hubiera estado tan preocupada por llegar a tiempo me hubiera quedado contemplando ese hermoso cielo estrellado.
Cada paso que daba me acercaba más a mi destino pero yo sentía que la distancia era aún mayor. Intenté acortar el camino cruzando por la casa de mi tía rogando que no me viera por la ventana. No sé qué pensaría si me viera en camisón, descalza corriendo a toda prisa a través de su jardín. Además de que no necesitaba justo en ese momento tener motivos para dar ninguna explicación a nadie.
Continué mi carrera a toda prisa sin mirar atrás y comenzó a dolerme el costado izquierdo por el esfuerzo. Pero no me detuve. Anduve por el prado lleno de violetas que, cuando era niña, recogíamos con mi madre para armar ramos y regalarlos en primavera.
El viento frío me azotaba la cara y me estaba costando trabajo respirar. Pero ya faltaba poco. Sólo debía resistir un poco más.
Cuando al fin llegué, me detuve un instante. Tan sólo para que mis ojos volvieran a apreciar la majestuosa casa de mi madre. Esa casa que ella cuidó hasta en el más mínimo detalle con tanto cariño. Y como era lógico me recibió un embriagador perfume a rosas mezclado con olor a salitre debido a la cercanía del mar. Esas rosas de diversos colores que en varias ocasiones la ayudé a plantar. Sólo una magia especial podía mantenerlas así, intactas, a pesar de que ya no disfrutaran de los cuidados de mi madre.
De pronto volví a recordar que no me quedaba mucho tiempo. Miré mi reloj de pulsera y con temor vi que tan sólo me quedaban tres minutos. Abrí la reja del jardín con tanto apuro que me hice daño y atravesé el jardín a toda velocidad.
Abrí la puerta de entrada corrí por el living y el comedor llevándome por delante una pequeña mesa ratona, que en cuanto terminara, la cambiaría de lugar. Salí rengueando por la puerta de atrás y corrí hasta el rosal más grande del jardín, el que estaba justo en el extremo izquierdo, el más cercano al acantilado. Desde ahí se podía ver el mar con toda su majestuosidad. Me tendí en el suelo boca arriba. Encima de mi cabeza estaba el pimpollo más grande de todo el rosal. Y esperé.
Faltaban dos minutos. Cerré mis ojos y escuché con deleite como las olas rompían en el acantilado.
Un minuto. Una ola bastante grande rompió contra las rocas y me salpicó apenas la cara. Disfruté mucho esa caricia.
Cincuenta segundos. Una brisa despeinó mi cabello y me trajo los aromas de las flores entremezclados.
Treinta segundos. Mi respiración comenzó a calmarse y ya no sentía puntadas en el costado izquierdo.
Veinte segundos. Es extraño cómo transcurre el tiempo. Rápido cuando uno espera que se detenga y terriblemente lento cuando uno espera que llegue.
Cinco segundos. Ya no faltaba nada. Lo había logrado. Había llegado a tiempo.
Un segundo. Abrí los ojos.
Y justo cuando en mi muñeca, el reloj daba las doce. El pimpollo que estaba justo encima de mi cabeza se abrió por completo. Y me mostró la más hermosa rosa amarilla que jamás había visto. En ese momento recordé las palabras de mi madre: “Hija, cuando yo ya no esté contigo, ven a este rosal que hoy estamos plantando juntas todos los 21 de septiembre justo a la medianoche y sabrás que siempre estaré contigo”.
Y con lágrimas en los ojos, sólo pude decir: “Gracias, mamá”.
Gravado quedará por siempre ese momento en mi memoria.